Martes , 27 Junio 2017

Regreso a la tormenta

Con apenas veinticuatro años, Miguel Ángel Cangas Peralta, “el bolo”, no lo pensó mucho para aventurarse en la búsqueda del sueño americano. Siete años antes, más de treinta mil cubanos habían protagonizado otra mega estampida, conocida como “la crisis de los balseros”. A su lejana Cooperativa Abel Santamaría, en Pasada de Marín, Municipio Sandino, Pinar del Rio, no llegaron los vientos de aquellas tormentosas jornadas.

Como otros miles de cubanos a lo largo de más de medio siglo de gobierno comunista, “el bolo” llegó ilegalmente a territorio norteamericano. La ley “pies secos, pies mojados” le permitió evadir la deportación a su terruño vueltabajero.

El # 535 West, de la 77 Street, en Hialeah, supo de sus sobresaltos y aspiraciones, de sus nostalgias y esperanzas.

Tres años después de su azarosa travesía, con una mezcla de entusiasmo y resignación, “el bolo” asentaba su legalidad en la meca de la emigración con el ansiado estatus de residente, asegurado con el SS # 769147064.

Su origen campesino, sus tropiezos con un idioma que se le mostraba tercamente inaccesible, lo inasible e inseguro de las ofertas laborales, catapultaron la ansiedad por el reencuentro con sus padres. El propósito de obtener una lancha propia conoció de la obstinación de su carácter, de la firmeza de su temperamento.

A tres años de salir de casa, desesperado por ver a su familia e impedido de regresar legalmente a Cuba antes de los cinco años, la costa que lo había visto partir en 2001 acogió indiferente el subrepticio regreso del joven pinareño.

Convencido de que su buena estrella nunca lo abandonaría, “el bolo” escondió su lancha entre los mangles para fundirse en un emotivo y prolongado abrazo con sus progenitores. Permeado del ambiente de libertad que le había envuelto durante sus tres años de permanencia en “el norte”, recibió perplejo la llegada de sus captores, arrojados sobre él merced a la intrincada red de espías y delatores que hacen la excepción en la disfuncionalidad de la actual sociedad cubana.

El engranaje jurídico de la maquinaria represiva de la isla le escogió el más drástico de los cargos imputables, Tráfico de Personas, pese a la inexistencia de la más nimia prueba incriminatoria.

La nostálgica evocación familiar del bolo lo lanzó, brutalmente, a la cruda realidad de las prisiones cubanas, donde asegura haber sido objeto de torturas y vejaciones durante sus diez años de internamiento.

Como pena adicional, las autoridades desaparecieron todos sus documentos, convirtiéndolo en un paria tanto en su tierra como en la que había asentado su residencia legal.

Apenas regresado al hogar de sus padres, cumplida en su totalidad la pena impuesta, comenzó otra modalidad de tormenta condenatoria contra el improvisado navegante. Arrestos frecuentes, carentes de motivación, pasaron a integrar el nuevo horizonte de su vida en Cuba.

Convencido de que encontraría receptividad en los funcionarios de la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana, Cangas Peralta tocó, en vano, a las puertas de esta representación consular.

Jirones de llanto sin lágrimas matizan la mirada clara del joven pinareño. “Mi vida es una tormenta”, me dice antes de abandonar apesadumbrado la K-cita de J, esperanzado de que “alguien me ayude”.


 

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