En los primeros meses del año que terminó, existía la percepción en grandes sectores de la población cubana, de que el presidente norteamericano era un héroe.
Las imaginadas ayudas humanitarias junto con la avalancha de turistas y el flujo imparable de inversiones por todo el territorio nacional, se disolvieron en una realidad económica y social tan cruda como lo era antes del anuncio de la paulatina normalización de las relaciones bilaterales, el 17 de diciembre de 2015.
A partir de la suma de desilusiones y sin esperanzas de que las máximas autoridades de la Isla intervengan con mayor ahínco en la construcción de una nueva vecindad, ni que Obama haga mucho más de lo que le permiten las circunstancias, este último fue bajado del altar.
Hoy es observado con recelo por las supuestas componendas con el general-presidente.
Los estrechones de manos y las sonrisas protocolares, en sus escasos encuentros informales, es lo que ha quedado en el imaginario popular.
La sensación de haber sido abandonados por razones que se pierden en un mar de rumores y especulaciones, crece en la medida que se mantiene el estatus quo dentro de la mayor de las Antillas.
Ninguna de las necesidades que han perdurado por décadas, han sido aliviadas con una apertura cercada por las limitaciones que provienen de los intereses políticos de los corifeos del partido y el gobierno.
Otro elemento que refuerza las ojerizas contra Obama, tiene que ver con el tema de los inmigrantes, varados en la frontera de Costa Rica con Nicaragua, que insisten en colarse por el estado de Texas para acogerse a los beneficios de la ley de Ajuste Cubano.
Mucha gente dentro de Cuba piensa que el presidente demócrata tiene potestad para derogarla. Y que podría hacerlo en cualquier momento.
Desconocen el proyecto de ley del congresista cubanoamericano Carlos Curbelo con el propósito de transformarla a la luz de los acontecimientos y que esta instancia de poder es la única facultada para decidir sobre una disposición, que ciertamente necesita de reformas en aras de evitar el otorgamiento de ventajas a personas que no cumplen con sus requisitos.
En este complejo escenario, cuyo distintivo principal es a todas luces la continuidad de la retórica y las acciones de los defensores de un socialismo que busca parches capitalistas para su supervivencia, Obama podrá influir muy poco para cambiarlo.
Aunque le quedan algunas cartas por jugar en el póker político, quizás deba retenerlas ante la tibieza y las artimañas de su contraparte.
El juego limpio es una opción desestimada de antemano por los pilares del autoritarismo.
Por eso al dignatario de la superpotencia, le será difícil decidirse por una visita a la Isla que cumpla mínimamente sus expectativas.
No hay señales de que Raúl Castro esté dispuesto a liberar sin condiciones a los presos políticos, a la modificación del código penal, así como aceptar la existencia legal del pluripartidismo y de una sociedad civil independiente.
Sería un milagro que aceptara esos compromisos durante el 2016.
Es muy probable que al menos el comienzo de esa tarea le corresponda a su sucesor.
Así que el margen de probabilidades de que el Air Force One aterrice en el aeropuerto José Martí con Obama a bordo es una posibilidad que habría que reforzar con signos de interrogación.
Si lo hace sin que la dictadura haya dado muestras de cambios reales, será catalogado como un villano por ese pueblo que llegó a visualizarlo como el héroe que no aspiraba ser.
Solo le tocó ser el protagonista del deshielo que se gestaba tras bambalinas en los círculos de poder; una tendencia que cobro mayor impulso después del fracaso del embargo, recrudecido en 1996 con la ley Helms-Burton.
Quien le suceda en la silla presidencial, quizás tenga más probabilidades de visitar la Isla. Lógicamente su anfitrión, no será Raúl Castro.