Pienso que el traslado, el pasado día 7 de febrero, del escritor Ángel Santiestéban de la prisión de Jaimanitas a Villa Marista, la sede de la policía política, haya sido por breve tiempo.
El motivo que justificó el viaje al tenebroso enclave, con interrogatorio incluido y quién sabe si algo más, fue el haber denunciado las condiciones de esclavitud que padecen algunos presos en el centro penitenciario donde cumple una condena de 5 años por presuntos delitos comunes.
Desconozco si el laureado prosista había estado antes en el lugar en que se practican las peores torturas psicológicas. Ojalá que no le haya tocado sufrir la terrible experiencia que padecí durante el mes de marzo y abril de 2003.
Sé que otros las han pasado peor, pero los 37 días que estuve en una celda tapiada junto a tres jóvenes sospechosos de narcotráfico, aún están prendidos a mi memoria.
El hecho de dirigir una pequeña agencia de prensa independiente fue suficiente para que me endilgaran una condena de 18 años, después de permanecer entre aquellas cuatro paredes, sin apenas ventilación y bajo temperaturas de infierno.
Recuerdo que a los pocos días había perdido la noción del tiempo. Nunca vi el sol en ese período en que el instructor me presionaba en cada interrogatorio para que confesara “mis culpas”.
Su fin consistía en obligarme a aceptar el punto de vista de que trabajaba al servicio de la Oficina de Intereses de Estados Unidos en La Habana, entre otras falsedades que apuntalarían las acusaciones del fiscal en el juicio, celebrado el 4 de abril de 2003. Con una sanción ejemplarizante regresé a la celda que ocupaba en Villa Marista, hasta que finalmente fui remitido a la prisión de Guantánamo, a casi 1000 kilómetros de mi lugar de residencia.
Lamentablemente Santiestéban no está ajeno a estos vía crucis. Tal vez su paso por el cuartel general de la Seguridad del Estado fue efímero, pero
ha tenido oportunidad de vivir los horrores de un sistema carcelario, cuyos verdugos y ayudantes se encargan de presentar como paradigma, con los correspondientes montajes en que los internados hablan de atenciones esmeradas y prodigan los mejores elogios para el sistema político vigente.
Lo que se publicó en su blog, Los hijos que nadie quiso, sobre la inmisericorde explotación de los reos es parte de una realidad que tiene sus réplicas casi todas las prisiones cubanas.
En el Combinado prisión de Guantánamo pude ser testigo de esas crueldades.
El autor del libro de relatos cortos, Dichosos los que lloran, en el cual recrea historias vividas en su anterior condena carcelaria, quizás esté pensado en un nuevo material de ficción sobre esos espacios donde el ser humano es convertido en una bestia.
Como mismo no ha cedido ante la impunidad de los represores, espero que su talento tampoco haya mermado para beneficios de los lectores que disfrutan la lectura de esa peculiar manera de potabilizar sus vivencias con la magia de la literatura.