El debate abierto de los temas nacionales que afectan a las mayorías está lejos de materializarse.
Lo que existe en este sentido son espacios controlados por la élite del partido único y la plana mayor del Ministerio del Interior.
En esas zonas de tolerancia restringida donde los anfitriones no suelen aplicar el derecho de admisión, salvo en casos excepcionales, hay un acercamiento a la controversia, una leve oportunidad para sacarse de encima ciertas inquietudes alimentadas por las políticas del gobierno que tienen como denominador común las obsoletas y viciadas conceptualizaciones de la teoría marxista-leninista.
No hace falta estar allí para sospechar que las discusiones se graban y analizan con el fin de actualizar los perfiles psicológicos de los que se exponen a criticar los frecuentes patinazos del régimen en la economía y su negativa a institucionalizar el usufructo de los derechos fundamentales.
Sería ingenuo pensar que los gerentes del gulag tropical se abstendrían de utilizar los recursos que le han reportado tan pingües beneficios en el ejercicio del poder.
Con esa metodología es que garantizan las unanimidades y otros performances no menos efectivos para asegurarse los necesarios niveles de gobernabilidad.
Es ampliamente demostrable que los principales códigos del modelo heredado de la experiencia bolchevique y que ahora acicalan con atuendos capitalistas siguen vigentes.
Hay que rendirle pleitesías a Papa Estado, darle vivas a la revolución y criticar lo mal hecho, pero sin actitudes que puedan ser interpretadas como pérfidas confabulaciones con potencias foráneas para destruir las bases del sistema.
Es por eso que muchos señalamientos críticos son oportunamente acompañados de apologías a favor del actual estatus quo.
La llamada zona gris, a menudo interpretada como un sitio a medio camino entre el apoyo al régimen y la disidencia a cara descubierta, podría estar plagada de oportunistas.
En los tiempos que corren se precisa de definiciones. Es imposible quedar bien con el verdugo y las víctimas.
Tales actitudes son proclives a fomentar los espejismos que le vienen como anillo al dedo a los responsables de haber convertido al país en un almacén de ruinas y agobios existenciales.
Esos permisos siempre acompañados de la fugacidad y las talanqueras que delinean el estrecho margen de sus dominios buscan dar una imagen que ni es democrática ni tiene que ver con un verdadero relajamiento de las reglas establecidas por los dueños del país mediante decretos firmados con tinta china, o legitimados en un acto de reafirmación revolucionaria.
A los que hurgan demasiado en la llagas del socialismo que en un principio prometía ser verde como las palmas se les observa con una lupa o a través de la mirilla de una escopeta en plena disposición combativa.
Hacerlo en público es la forma más expedita de integrar la nómina de contrarrevolucionarios.
El castigo se da por descontado. Basta que las circunstancias sean propicias o que el opinante exceda, en demasía, los precarios límites del consentimiento oficial.