Después de 15 años, el aspirante para la nominación de la candidatura del partido republicano a las elecciones del 2016, Donald Trump, tiene otras opiniones de la dictadura cubana.
Hace unos días que dijo al Daily Caller, de Washington D.C. que la apertura de Estados Unidos hacia la Isla estaba bien.
Es cierto que matizó su asentimiento al paso dado por la administración Obama con un tibio cuestionamiento, pero en el fondo de esa percepción se notan las aristas de un consenso entre las élites de poder de la superpotencia respecto a la mayor de las Antillas.
El motivo de la aguada desaprobación: “Creo que deberíamos haber hecho un acuerdo más enérgico”, podría estar basado en algún viejo compromiso con los sectores del exilio que recuerdan seguramente con no poca nostalgia los denuestos públicos del multimillonario, contra el régimen de La Habana.
Ahora deben conformarse con un criterio que va de la moderación a la ambigüedad y viceversa.
Quizás también para no desentonar con el discurso de sus correligionarios Jeb Bush y Marco Rubio, que siguen con sus campañas enfiladas a ganarse la postulación por el partido conservador y que sí se han opuesto de manera frontal al cambio de política, fue que el magnate decidió hacer esos malabares semánticos en aras de quedar bien con “tirios y troyanos”.
Esa postura pone de relieve el sustrato del pragmatismo norteamericano.
Por más empeños en avivar retóricas a favor de la confrontación, lo que se impone es el acercamiento, sea quien sea el inquilino de la Casa Blanca.
Los discursos más encendidos en relación a mantener intactos los ejes del enfrentamiento con los autócratas de la Isla, han demostrado su incapacidad para saltar las barreras del formalismo. En esencia los acápites más radicales de la ley Helms-Burton que codifica el embargo, jamás fueron aplicados desde su aprobación en 1996.
Con las nuevas perspectivas, es probable que incluso antes del 2020 se modifiquen algunos aspectos o se debilite aún más con las disposiciones presidenciales que, en mayor o menor medida, continuarán fortaleciendo el deshielo.
Lo triste de todo este panorama es que la vieja guardia del partido, se salió con las suyas. Los déspotas han sido legitimados sin hacer concesiones.
Insisten en mantener bloqueado el acceso a las libertades fundamentales y no hay ninguna evidencia de que estén dispuestos a descentralizar el poder político.
En la economía, la apertura es a regañadientes y con los cascabeles de las prohibiciones a cuestas, hasta que se lleve a cabo el relevo generacional que se planifica en las oficinas de los mandamases.
Tal vez Donald Trump, que particularmente no creo que sea el elegido para la disputa presidencial con el candidato demócrata, haya pensado alguna vez en convertirse en uno de los inversionistas estadounidenses que desembarquen en la Isla tan pronto como se creen las condiciones.
Dinero le sobra y todo parece indicar que tal posibilidad llegará con el heredero de Raúl Castro en la presidencia antes que comience la tercera década del siglo XXI.