En ciudades de Venezuela y el mundo se exigió este sábado la liberación de Leopoldo López. Junto a los manifestantes pudo verse la frecuente imagen de un invitado mayor.
En Estados Unidos y otros países como Italia y España, el ya arraigado exilio cubano ha extendido una mano solidaria a la nueva emigración venezolana, apoyando proyectos empresariales, políticos y artísticos. En Venezuela, en cambio, la convivencia en estos últimos dieciséis años ha sido difícil para buena parte de esa comunidad que huyendo del comunismo isleño —antes e incluso durante el chavismo— buscó amparo —y lo encontró— en tierras de Bolívar. A estos emigrantes les ha tocado vivir inmerecidas escenas de repudio directo o indirecto a medida que la polaridad política ha ido creciendo desde 1999, porque ser cubano en Tierra de Gracia provoca suspicacia.
Para el Gobierno y sus funcionarios, portavoces de una jerga importada, son contrarrevolucionarios, lacayos del Imperio y hasta ¡gusanos! Para algunos sectores de la oposición, a pesar de que la emigración cubana es su aliado natural, podrían ser agentes del castrocomunismo.
Esa reticencia puede alcanzar cumbres de paranoia, como cuando se quema una bandera y uno piensa en lo que representa ese pabellón que se calcina. ¿Acaso las llamas condenan solo al exiguo grupo que Gobierna? Pues no. Ese acto simboliza una pretendida eliminación: la de todo un pueblo y su cultura. Cuando en algún sitio arde una bandera de Estados Unidos, uno puede intuir con lógica aplastante que intentan incendiar el sueño de Martin Luther King y las briznas de yerba de Walt Whitman.
En dos ocasiones han quemado banderas cubanas, he constatado con estupor, preguntándome a quién beneficia ese descarriado activismo que confunde a un pueblo con un Gobierno, a la víctima con el victimario.
Ante ese trance, algunos nacidos en la isla caribeña optan por negar su origen; otros dejan de participar en actos opositores porque podrían correr el riesgo de ser considerados «infiltrados». Además de cerrar puertas, esta situación puede llegar a convertirse en arenga peligrosa. Desde «Devuélvanse a su país» los matices van hasta un imperativo aciago: «Haz patria: mata un cubano».
Este última, por fortuna, es excepcional. Apareció como un grafiti de gran formato en la urbanización caraqueña de La Florida. Algunos analistas atribuyeron la incitación asesina a grupos muy radicales del chavismo; estos, en cambio, se la achacaron a lo que llaman «extrema derecha». ¿Entre dos aguas? No, en rigor, entre dos fuegos.
En ese contexto, febrero de 2014, Leopoldo López decide entregarse a lo que calificó como una «justicia injusta» y con una gran cantidad de seguidores se sitúa junto a la estatua de José Martí en Chacaíto, Caracas.
El hecho de ubicarse junto al más representativo emblema de la cubanidad en momentos tan decisivos de su vida no puede ser fortuito. La decisión, de tan alto valor simbólico, es de perspectiva integracionista y humana grandeza. «Patria es humanidad».
La reflexión del fundador de Voluntad Popular está vigente hoy y es válida para mañana porque rompe esquemas de división, descalifica infantilismos emotivos y anula prejuicios que dañan una política pragmática y actual. El joven dirigente insiste en un programa opositor pacífico que descansa en la unidad y, en un momento de lo que es su última intervención pública, repite el gesto del Apóstol cubano: eleva el brazo al firmamento y pide a Venezuela en qué servir.
Fotos: Alfredo Sainz.