El discurso de Raúl Castro en la reunión extraordinaria de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de América (ALBA), celebrada el martes 17 de marzo en Venezuela, confirma las pocas posibilidades de que el sistema político impuesto en Cuba desde 1959, transite hacia una democracia bajo el mando de la vieja guardia del partido único.
Con el apoyo a los esfuerzos de Nicolás Maduro en maximizar los daños al Estado de Derecho y la reproducción exacta de las diatribas contra el gobierno de Estados Unidos, se reafirma la posición que caracteriza a la nomenclatura insular desde sus comienzos en el ejercicio del poder: la confrontación.
El margen para el diálogo civilizado con Obama o cualquiera de los ocupantes de la Casa Blanca sigue siendo estrecho.
Los contactos al más alto nivel que han tenido lugar tanto en La Habana como en Washington en los últimos tres meses, no son un indicador para augurios alentadores en el sentido de que se pueda concretar una relación estable entre ambos gobiernos en plazos más o menos breves.
El camino a recorrer promete ser largo y tortuoso. Quienes pensaban en proyecciones más comedidas por parte de la élite verde olivo que favorecieran el proceso de restablecimiento de relaciones, tienen material de sobra para opinar lo contrario. El general-presidente ha enseñado sus cartas en Caracas. Las mismas que ha usado para ganar, con trampas, sobre el tablero de la historia.
Una vez más se muestran las evidencias de la necesidad del conflicto permanente como elemento de legitimación.
Gracias a los servicios del extinto Hugo Chávez y a su heredero Nicolás Maduro, la revolución cubana ha logrado mutar, con cierto éxito, en la nación sudamericana.
Aunque todavía quedan algunos cabos sueltos, el autoritarismo pudiera afianzarse mucho más en lo que resta de año.
Los super poderes otorgados al presidente por la Asamblea Nacional para “defender la patria del imperialismo estadounidense”, prometen nuevos acorralamientos contra los grupos opositores.
Con la patente para gobernar por decreto y usar la violencia en todas sus variantes contra los desafectos, crecen las probabilidades de que desaparezcan por completo los espacios que garantizan, a duras penas, el usufructo de las libertades fundamentales.
En la radicalización de la doctrina del Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), La Habana juega un papel fundamental.
Uno de los objetivos del plan es sabotear la venidera Cumbre de las Américas. Quizás se salgan con las suyas. Los apoyos incondicionales y los silencios cómplices dominarán la escena del foro regional a celebrase, el próximo mes, en Panamá.
La asistencia de un mandatario cubano a este tipo de evento por primera vez resulta contraproducente.
En la Isla permanecen en la cárcel decenas de presos políticos, no hay elecciones libres hace más de 50 años y es ilegal y peligroso el ejercicio de las libertades fundamentales.
Pese a esas credenciales, Raúl Castro se alista a compartir el escenario con presidentes elegidos en elecciones libres y democráticas y por si fuera poco, insistirá en validar el cliché del enemigo allende las fronteras como justificante para el establecimiento y consolidación de regímenes dictatoriales.