“No celebramos la muerte, celebramos la libertad”, rezaba una pancarta exhibida por un exiliado cubano en Miami tras conocerse la noticia de la muerte de Fidel Castro. La muerte de un ser humano es siempre dolorosa, incluso cuando ocurre en la paz del hogar o se espera desde hace tiempo. Ni hablar cuando se da en circunstancias trágicas o en ausencia de libertad. De ahí que sea imprescindible, en este preciso momento, tener muy presentes los sentimientos de millones de disidentes cubanos que fueron obligados a vivir bajo una tiranía, sufrieron la represión y penas de prisión o se vieron obligados a abandonar su país sin poder siquiera despedirse oportunamente de sus seres queridos.
Hoy tengo muy presentes a muchos queridos amigos obligados a vivir lejos de su amada Cuba y de sus familias. Y también a aquellos que han consagrado su vida y sus más preciados bienes –su libertad individual, su tiempo y su salud– a la defensa de la libertad de todos los cubanos. Me refiero, sin ir más lejos, a Oswaldo Payá, Orlando Zapata, Laura Pollán, Héctor Cepero y tantos otros añorados, admirados y respetados héroes de la libertad de Cuba, como muchos anónimos que perdieron su vida o la siguen arriesgando cotidianamente.
Durante nada menos que 58 años los cubanos de la isla se han visto obligados a vivir congelados en el tiempo y aislados del mundo, renunciando a su libertad individual por imposición del retrógrado y represor régimen comunista. Han tenido que vivir desde niños en un régimen de opacidad y adoctrinamiento que ha cercenado sus derechos, entre otras cosas por las órdenes directas del dictador que acaba de morir. Cientos de miles se vieron obligados a huir, arriesgando sus vidas en busca de un futuro mejor. Tanto daño ha hecho Castro a los cubanos como los demás totalitarismos del siglo XX hicieron a los ciudadanos de sus países, pero con una diferencia no menor. Mientras los fascismos acabaron tras la II Guerra Mundial; el franquismo, a mediados de los 70; la mayor parte de los comunismos, con el derribo del muro de Berlín, y las dictaduras militares latinoamericanas, en los años 90; el castrismo sigue siendo, cual insecto en gota de ámbar, una excepción histórica sólo secundada por la aberración de un chavismo que aspira a sucederle en sus dislates e intensidad.
Los cubanos no pueden ni merecen seguir anclados ni un día más en este largo y funesto capítulo de su historia. Hecho el duelo, deberán ver en este momento una oportunidad. Guillermo “Coco” Fariñas reflejó en un libro imprescindible –su Radiografía de los miedos de Cuba– los mecanismos del terror que atenazan a los cubanos en todas y cada una de las capas de la sociedad cubana. Quien no tenga tiempo de leer el libro o no lo encuentre, puede simplemente dedicar un par de horas a ver la maravillosa La vida de los otros que tan bien refleja esos mecanismos de la opresión comunista, porque la forma de actuar de la tiranía es universal y no responde a excepciones culturales o nacionales. La figura omnipresente del dictador –nueve días de luto alargarán su sombra en la isla– era el corazón de todos esos mecanismos en Cuba, proyectados desde los unánimes Congresos del Partido hasta el último y más pequeño círculo de la defensa de la revolución. Seguro que Raúl Castro trata de prolongar la estela del régimen, pero serán los propios cubanos los encargados de que eso pueda ocurrir, o no.
Mientras tanto, más allá de las aguas cubanas se han prodigado durante los últimos años los gestos de buena voluntad hacia el régimen castrista, en espera de una respuesta recíproca. Del restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba –suscrito por la administración Obama, pero sobre el que ahora corresponde decidir a la nueva administración Trump–, al que suscribirán la UE y Cuba el próximo 12 de diciembre, en sustitución de una posición común que anteponía los avances en materia de derechos humanos y el diálogo con los disidentes a los pragmáticos acuerdos que buscan un rédito económico y comercial en una eventual apertura del castrismo.
Esperemos que, una vez pasado el duelo y en ausencia del dictador Fidel Castro, sus propios acólitos –incluso, ¿su hermano?– sean capaces de responder mínimamente a las expectativas de cambio. Existe un futuro que llama a la puerta de un pueblo creativo y dinámico y debería ser un compromiso de todos los demócratas, y especialmente los españoles, acompañar a los cubanos para salir a su encuentro.