LA CORRIENTE de acercamiento y zalamería de la Unión Europea con el régimen de Cuba pasó de los susurros, conversaciones, insinuaciones y citas discretas en Bruselas y otros puntos del continente, a una etapa superior. Frans Timmermans, el canciller holandés, acompañado por una delegación de empresarios de su país, fue a La Habana esta semana a proclamar ese cambio mediante la firma de un acuerdo para abrir un diálogo con el gobierno castrista.
Como los caminos de los políticos son también diversos y misteriosos, el ministro hizo el viaje para presidir la inauguración de una clínica para futbolistas gestionada allá por deportistas holandeses. Halló tiempo en su agenda de 48 horas para entrevistarse con su colega cubano, Bruno Rodríguez, y anunciar que es hora de que Europa revise su politica «para ver si podemos negociar una nueva posición respecto a la isla».
En 1996, la Unión Europea asumió una Posición Común que condiciona el progreso de las relaciones con La Habana a los avances democráticos y el respeto a los derechos humanos.
El movimiento para romper esa línea tiene defensores fervientes en muchas cancillerías europeas. El problema es que la visita de Timmermans y su entusiasmo por adoptar una nueva postura con el grupo de poder en Cuba se produce en el mismo momento en el que se anunció que, a lo largo de 2013, se produjeron 6424 detenciones arbitrarias por motivos políticos y que el nivel de violencia contra la oposición pacífica estuvo entre los más elevados de las últimas décadas.
El viajero europeo, que mostró durante su estancia una disposición invencible al diálogo, no recibió a ningún representante de los opositores perseguidos y agobiados por sus anfitriones. Berta Soler, representante de las Damas de Blanco, uno de los grupos que sufre mayor violencia y represión, solicitó una entrevista con el visitante en la sede de la embajada holandesa. El hecho de negarse a recibir y hablar con la oposición es una práctica ya establecida entre los políticos europeos que van a buscar espacios y oportunidades para los inversores y negociantes de sus países y se afanan en percibir transformaciones donde hay picaresca oficial, miseria y arrebol. Esa categoría de demócrata altera el poder de aquella expresión popular: no hay peor ciego que el no quiere ver. Porque sí, hay uno peor, el que no quiere ver y no le conviene oír.