La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un documento contrarrevolucionario. Lo afirman los gerifaltes del poder en Cuba sin tener que articular palabra alguna.
Es a golpe de performances, salpicados de odio puro que se percibe la tirria gubernamental hacia el texto aprobado en 1948 en el seno de las Naciones Unidas y firmado por el gobierno de aquella época sin reservas de ningún tipo.
No son pocos los coterráneos que han estado las rejas por tan solo mencionar algunos de sus artículos en alta voz o simplemente plasmarlo en un cartel y exhibirlo en la vía pública.
Otros han sufrido severas golpizas y abucheos por parte del “pueblo enardecido”, siempre dispuesto a sobrecumplir el plan elaborado conjuntamente por los cuadros de las oficinas provinciales y municipales del partido, y un grupo de oficiales del Ministerio del Interior.
Hace unos días que volvieron a la palestra las evidencias de que la Declaración Universal contiene elementos subversivos de acuerdo al punto de vista de los usufructuarios del poder absoluto.
Al mejor estilo medieval, centenares de ejemplares fueron incinerados en plena calle, por las mismas huestes que reparten cabillazos y patadas a los opositores políticos y activistas de la sociedad civil independiente que insisten en mostrar su rechazo a la dictadura en las calles y avenidas de la capital.
Resulta vergonzoso que en el siglo XXI se mantengan esas posturas que evocan el tristemente célebre período de la Inquisición. Unos de los más siniestros ejemplos de fanatismo en la historia de la humanidad.
Con la quema pública y masiva de un documento que responde a un consenso universal a favor de la protección de los derechos universales de todos los habitantes del planeta, el régimen de La Habana demuestra una vez más su naturaleza irracional.
Si la lógica y la decencia fueran posibles dentro del sistema, los responsables de la hoguera deberían ser procesados por un tribunal o en su defecto animarlos a una retractación ante los principales medios de prensa.
Si las recurrentes golpizas y agresiones verbales, contra los protagonistas de actos de desobediencia civil quedan bajo la cobertura de la impunidad, sería de tontos pensar que los ejecutores de la fogata recibieran una respuesta acorde a su ofensa.
Entre la mezcla de fuegos reales y metafóricos se divisa el verdadero sentido de una apertura a la que hay que ponerle nuevos signos de interrogación.
El desplazamiento es hacia los lados y hacia atrás. Los progresos son mínimos, imperceptibles, sobre todo cuando se miran a través de esas infamantes llamaradas.