En los últimos años de su vida, acosado por la policía y sin permiso para salir de la Unión Soviética, el escritor Mijaíl Bulgákov (Kiev, 1891-Moscú, 1940) revisaba de madrugada la gran novela rusa del siglo XX, El maestro y Margarita, y le escribía cartas insult antes a Iósif Stalin firmadas por Tarzán, el Hombre Mono, el amigo de Chita que vivía en la selva, en la espesura de los grandes arboles. El autor de Morfina y de Corazón de perro tenía la precaución de romper enseguida sus mensajes al dictador.
Con su novela censurada, prohibido su teatro y sus notas críticas, sin pasaporte para viajar, Bulgákov halló esa forma singular de disidencia frente al totalitarismo. Ahí estaba la frontera de sus miedos y la dimensión de su coraje, que no era poco, en un país donde los intelectuales solían terminar frente a un pelotón de fusilamiento o pasar la vejez en un campamento en Siberia.
Lo recuerdo ahora que se cumplen 35 años de la muerte de Virgilio Piñera (Cárdenas, 1912- La Habana, 1979), el único escritor cubano que protestó –también de una forma muy especial– frente a Fidel Castro cuando, en 1961, anunció ante decenas de artistas que dentro de la Revolución todo, fuera de la Revolución nada.
En esa reunión, celebrada en la Biblioteca Nacional, después de las palabras del nuevo hombre fuerte de Cuba que había puesto con despreocupación su pistola sobre la mesa, Piñera pidió la palabra, se dirigió al micrófono y dijo esto: «Yo no sé ustedes pero yo tengo miedo, tengo mucho miedo».
Tenía razón para tenerlo porque a él, en particular, lo persiguieron después y censuraron sus libros. No compartía las ideas del socialismo y era un homosexual que nunca durmió en armarios en aquella sociedad machista-leninista donde, por ser gay, religioso o apático en materia política, podían enviarte por tres años a la UMAP (Unidad Militar de Ayuda a la Producción), un campo de presos más cálido que Siberia porque el sol del oriente cubano quema y no cree en sombreros.
Virgilio Piñera asumía su disidencia en su máquina de escribir. Trabajaba como si le fueran a publicar al otro día, aunque sabía que no había tinta para su libros en ninguna imprenta y tampoco podía enviar sus piezas al extranjero. Y se burlaba también del rigor autoritario con la ostentación de su preferencia sexual al pasear por su barrio con una pamela y una pucha de flores en las manos o contar historias de amor intenso con billeteros ciegos, fontaneros, malos poetas de provincia, funcionarios de Cultura o con hombres a los que les pagaba para que fingieran que lo violaban sin previo a aviso una noche cualquiera.
Piñera narraba, a los dos o tres amigos que le visitaban, sus recorridos por Buenos Aires en compañía de Jorge Luis Borges, que cantaba tangos con letras pornográficas. Recordaba sus broncas y reconciliaciones con José Lezama Lima. Todo eso era su disidencia. No le hacía cartas firmadas por Tarzán o Batman al dictador.
Escribía versos que estaban por encima de su miedo y de la represión y que se iban a leer en su país algún día. Como este poema titulado El cuchillo: «La suerte me ha deparado/ este cuchillo. Es tan mío/ que le niego/ el pasatiempo inocente/ de relumbrar./ Atado a una correa/ puedo llevarlo de paseo./ Un juez condenaría/ al osado que me lo robase./ Podéis protestar,/ suplicar, apelar, amigos míos… Pero, desechad temores vanos: / es sólo un esclavo/ presto a hundirse en mi pecho».