Martes , 27 Junio 2017

El Parque Zoológico

En el año 1937 del pasado siglo, el Dr. en Ciencias Carlos de la Torre Huerta y un grupo de profesores de la Universidad de la Habana, gestaron la idea de crear un Zoológico en la capital, proyecto que se materializó dos años después con la creación en los predios de una finca-vivero de nombre “La Rosa”, propiedad del ayuntamiento de la Habana, lo que hasta la fecha se conoce como “El Zoológico de 26”, siendo este recinto el  primero de su tipo en el país y en cuyo acto inaugural estuvo presente el entonces presidente de la república, Sr. Federico Laredo Brú.

El Parque Zoológico de la Habana hoy en día se ha convertido en un lugar donde los trabajadores gastronómicos -al parecer- practican la estafa, pero como sucede con todo en el país, ninguna autoridad ve nada.

Lo que fue en una época un lugar de disfrute y diversión para los más pequeños de la familia, en la actualidad ve empañado su antiguo esplendor por el deterioro evidente en sus instalaciones de recreo; así como las pocas y mal alimentadas especies de animales que en él se exhiben. En reciente visita al lugar, pude constatar lo que me atrevo a afirmar.

Con vistas a estimular el buen desempeño académico que mis hijas han tenido en el presente curso escolar, decidimos realizar una excursión y acudir a esta instalación conocida como el Zoológico de 26. Una vez en el lugar, nos dirigimos a una de las taquillas habilitadas en la entrada para comprar las papeletas que nos darían el acceso a lo que se supone sería un día de disfrute y apego a la fauna que allí se exhibe.

Al adquirir las entradas, la trabajadora que nos atendió, explicó que como oferta especial del parque a los niños, se les vendía un módulo de confituras y para su adquisición se debía mostrar la parte rasgada del cupón en cualquiera de las cafeterías o quioscos existentes en la red gastronómica de la instalación a un módico precio.

Así comenzamos el recorrido por el lugar, fuimos de jaula en jaula donde se exhiben las diferentes especies de animales; y en todas y cada una se puede apreciar la falta de alimentación que los cautivos tienen. Los simios comiendo habichuelas y tomates en descomposición, en vez de las tradicionales frutas; los felinos bastante delgados por la ausencia de proteínas en su alimentación y los herbívoros comiéndose la hierba seca.

No pudimos ver los tradicionales y depredadores cocodrilos, a pesar de estos ser una especie endémica, tampoco estaban en exhibición ni elefantes, ni jirafas.

Agotados de caminar y desencantados por el paseo que no cumplía nuestras expectativas que se fundaban en los anuncios publicitarios que se divulgan de forma oficial en los medios de comunicación, como una promoción para que el pueblo visite estos sitios; nos dirigimos a una de las cafeterías de la red gastronómica del parque donde se nos había orientado se podía adquirir lo que ellos denominan “módulo de confituras”, y que consiste en: un sobre de Pelly con sabor a ajo, cuatro galletas cubiertas de chocolate (africanas), un paquete de caramelos y dos pequeñas bolsas con galletas dulce y de soda, para un importe total de cincuenta pesos moneda nacional (2 cuc) que nos fue despachado por una joven -aunque muy grosera- dependiente.

En ese mismo establecimiento gastronómico, el cual lleva por nombre “El Mono Araña”, estábamos tomando un refrigerio, cuando una señora que aparentaba unos cuarenta y tantos años de edad acompañada de dos niños, tiene una acalorada discusión con una de las camareras del sitio debido al precio del módulo; ya que según la demandante le habían cobrado por esa misma oferta en otro establecimiento minutos antes solo veintisiete pesos.

No esperé el final del justo reclamo de la señora, porque decidí retirarme del lugar para que mis pequeñas no siguieran presenciando la cantidad de insultos e improperios que de ambos lados salían sin que ninguna autoridad del lugar diera la cara; dejando margen a la duda razonable sobre la complicidad de los dirigentes de la instalación con alguna fechoría que allí se cometa.

Al llegar a lo que se supone fuese un parque de diversiones, para no terminar con mi frustración; me encuentro con una zona en ruinas. Casi la totalidad de los columpios, mecedoras y cachumbambés se hallan rotos y en mal estado, solo en algunos se podían montar los muchachos; por lo que no tuve más opción que terminar en manos de los cuentapropistas que ofrecen sus “servicios” y en sus ingeniosos aparatos temáticos, acabar de gastar el poco dinero que me quedaba, donde cada vuelta de apenas dos minutos de duración cuesta cinco pesos moneda nacional.

En el regreso a casa, estuve recordando aquella época de mi niñez en la que mis padres me llevaban a ese mismo Zoológico, las variadas ofertas de confituras y golosinas que encontrabas en las cafeterías sin tener que hacer las kilométricas colas que ahora se forman, ni empleados –al parecer- queriéndote estafar. La diversidad de animales en exhibición era mayor y podías disfrutar un entorno agradable y feliz por doquier. Entonces sentí nostalgia y pena por nuestros pequeños, que no han tenido la posibilidad de vivir esos momentos en la “Revolución de la Destrucción”.

La Habana,  marzo de 2017


 

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