“Si le parece que el año pasado fue malo, espere para que vea el próximo”, es una frase muy repetida en Venezuela y no en tono de broma. Absolutamente todos los pronósticos coinciden en señalar que el 2016 será el peor año de la revolución y eso es mucho decir.
Con los índices de inflación, escasez, desempleo, criminalidad, corrupción e impunidad más altos del planeta, combinados con el más bajo nivel de los precios del petróleo, crecimiento económico, transparencia en la gestión pública, respeto a mínimas reglas de juego y una disparidad cambiaria desquiciante, parece que el mayor pesimismo es poco.
Calcular el precio de cualquier bien o servicio en tanques de gasolina ilustraría la bizarra situación del país. Por ejemplo, si el vehículo es pequeño el tanque se llena con dos bolívares, luego, vea cuánto cuesta un cafecito: cien tanques de gasolina, esto es, la gasolina que consumiría en dos años en un cafecito. ¿Qué economía puede funcionar así, si es que todavía merece llamarse “economía”?
Venezuela es el país con mayor inflación que convive paradójicamente con un riguroso control de precios, por lo que cualquier producto oscila entre uno irrisorio a otro escandaloso, lo que produce la desconcertante impresión de que en materia de precios nada tiene sentido, todo resulta arbitrario.
A esta pérdida de músculo económico y financiero, de fractura de la estructura social y, lo que es peor, de adormecimiento del nervio moral de la sociedad, hay que añadir la creciente incertidumbre política, todo lo cual prefigura lo que a nuestros genios les gusta llamar “la tormenta perfecta”.
No es momento de preguntar qué hemos hecho mal los venezolanos para llegar a una situación inconcebible incluso para una mente muy maligna que se hubiera esmerado en hacer lo peor que podía hacerse, porque es evidente que se pueden hacer las cosas bien y que no obstante todo salga mal.
Hace siglos que los británicos inventaron el mito de “la mano invisible” que hace que cada individuo actuando en su propio provecho y sin ponerse de acuerdo con los demás, termine haciendo aquello que favorece óptimamente a cada uno.
Pero eso será en Escocia; en Venezuela, en cambio, no podía inventarse sino el mito de “la mano pelúa”, que se encarga de enredarlo todo para que esta constelación de individualidades (que no sociedad) haga aquello que le viene en gana con la única certeza de que al final todos resultaremos idénticamente perjudicados e insatisfechos.
No digamos que nadie hace nada por complacer a otro, lo que sería comprensible, sino que no hace nada por complacerse a sí mismo si sabe que con ello alguien podría verse favorecido, en cuyo caso, prefiere sacrificar su propio interés con tal de que los demás también se jodan, una actitud que se creía exclusiva del Medio Oriente.
Carlos Andrés Pérez podría ser recordado por una sola palabra para definir la conducta de las élites venezolanas de fin del siglo XX y principio del XXI: “Autosuicidio”. Lo que no tiene nada de raro y parece que también lo heredamos de España.
Decía Ortega y Gasset que el pueblo español odia por encima de todo al hombre excelente, quizás por eso tantos terminaron en el extrañamiento. El famoso divulgador filosófico Fernando Sabater dice que cuando recibe algún reconocimiento entra en pánico, por lo que para conjurar el odio de sus compatriotas añade: “¡Pero tengo unos cólicos horribles, que me están matando!”
Quizás este afán de medianía explique el fracaso del liberalismo y el éxito clamoroso del socialismo en España como en Venezuela y no poco de los laberintos respectivos.
ENTRE EL MIEDO Y LA RABIA
Estos son los sentimientos más comunes entre los venezolanos para recibir al 2016. No es para menos: nadie en su sano juicio se atreve a hacer la menor conjetura sobre lo que nos depara el futuro inmediato, en parte, porque las decisiones esenciales escaparon a nuestras manos y ahora dependemos de lo que diga La Habana o Sao Paulo y tanto el régimen de los Castro como el de Dilma cayeron en la mayor incertidumbre.
A la inseguridad personal que produce no saber si será la próxima víctima de un robo, secuestro u homicidio, se unen otras inseguridades no menos graves, como conseguir cualquier producto, incluso medicinas, ni a qué precio, si alcanzará el presupuesto y por cuánto tiempo lo vamos a poder sostener.
Ya hemos escuchado de personas reales, no de los míticos estratos D y E, que “estamos pasando hambre” y de profesores universitarios: “Bueno, ya lograron lo que querían, estamos quebrados”. La otrora orgullosa ‘clase media’, el logro más celebrado de la política social del proyecto democrático, está arruinada.
¿A cambio de qué? A cambio de nada, porque ya debería ser obvio que un Estado no se puede manejar como un cuartel y una sociedad espartana, como la que han pretendido construir los Castro en Cuba, no es viable ni siquiera en una isla, que ha terminado por “abrir sus puertas al mundo”.
La política de los Castro también se puede resumir en una sola palabra: “Intimidación”; pero esa política tiene límites estrechos y cuando son rebasados la policía y las FFAA no son suficientes para contener la desesperación de toda la población y terminan volteándose, como sobran ejemplos para demostrarlo.
Las sociedades maniatadas, sometidas a controles excesivos caen en la disyuntiva de morir asfixiadas o rebelarse de algún modo, así sea soterrado. Por ejemplo, se puede pretender eliminar a los comerciantes, pero el resultado será una sociedad sin comerciantes, que no garantiza nada mejor que la situación original, con el agravante de que la venganza de la naturaleza es que todo el mundo termine convertido en un comerciante precario.
El gobierno luce como quien inclina un plano y luego pretende que los objetos que están encima no se deslicen en dirección a la pendiente; la oposición oficial se caracteriza por ofrecer soluciones falsas para problemas ficticios.
Por ejemplo, se empeñan en decir que las colas son producto de la escasez; pero no hace falta haber asistido a una sola clase de economía para saber que la escasez es uno de sus presupuestos, es más, sin escasez esa materia carecería de sentido.
La verdad que salta a la vista es que en política lo que se pacta en secreto luego tiene que defenderse en público: Predican que para combatir la escasez hay que poner al país a producir y añaden, “eso es lo que hay que cambiar”, léase, no al régimen. El problema es, ¿cómo se puede producir bajo el actual régimen?
Entre estas imposturas, vivezas y falsificaciones se va enredando la madeja que nos arrastró a la situación actual, que unos pretenden presentar como estupenda: “Votando hemos llegado hasta aquí”, dicen, como si esto fuera una maravilla.
No pueden ocultar que para ellos sí lo es, porque usufructúan el poder sin solución de continuidad pasando de la IV a la V y están asegurados para cualquier otra República.
DEL AUTOGOLPE AL AUTOFRAUDE
Siempre se ha dicho que este régimen está integrado por fanáticos, arribistas y locos en idéntica proporción, que a veces intercambian roles, por lo que resulta difícil determinar qué los está moviendo en cada caso: si la ideología, la codicia o la locura.
También se ha repetido que lo único revolucionario que exhiben es su ruptura con la lógica y el sentido común, lo que les permite afirmar una cosa y todo lo contrario al mismo tiempo. Chávez es un comunista que enarbola un crucifijo mientras abraza a Mahmud Ahmadineyah a quien llama “hermano”, siendo su padre Fidel.
No debe sorprender que quienes hicieron del fraude sistemático el eje de su pretendida legitimidad, se ufanan de tener el sistema electoral más imparcial, transparente y confiable del mundo, al punto de ofrecérselo a los pobres EEUU para ayudarlos a mejorar el suyo, que tienen el control absoluto de todo el andamiaje estatal, ahora salten a acusar de fraude a la oposición que ellos mismos han habilitado, inscrito y acreditado como único interlocutor válido.
Pero si acusan de las colas a los dueños de establecimientos comerciales y los meten presos con ese argumento, como a la “guerra económica” de causa de todos los males, aunque no explican la razón por la que tendrían que estar en semejante guerra que no existe en Ucrania, Siria o Irak, por mencionar ejemplos ideológicamente cercanos.
No es nada alentador que algunos de los fanáticos que todavía dicen creer en el socialismo entren en conflicto con los corruptos más conspicuos y todos entre sí con sinceros dementes como Jorge Giordani y Héctor Navarro, sino todo lo contrario: estos serían “signos de los tiempos” que hacen inocultable el desconcierto del régimen y la paradójica certeza de que “aquí puede pasar cualquier cosa”.
No en balde el insigne charlatán Heinz Dieterich intitula sus profecías para el 2016 con un descarado tinte apocalíptico: “Venezuela, la Batalla Final”. HD combina los tres elementos de ser un ideólogo fanatizado, gacetillero a sueldo y chiflado irresponsable que caracterizan al chavismo en general.
Su fórmula consiste en abusar del cartabón que improvisó Marx para describir “la lucha de clases en Francia” y “el Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte” para “analizar” la realidad venezolana (o cualquier realidad) dándose aires académicos con la insufrible pedantería de quien está haciendo un análisis “científico” de la política y la sociedad.
HD descubre en su pumpá lo que puso en él previamente: que la clave para descifrar al mundo es la lucha de clases. Con insistencia maniática llama “oligarcas” a todos los que se opongan al castrismo (aunque no tengan un centavo) y al régimen “revolucionario”, nadie sabe porqué representante de los trabajadores, sin que le perturbe lo más mínimo que entre ellos se encuentren los más ricos no ya del país sino del yet set internacional.
HD no explica la relevancia en la caracterización del régimen de la larga lista de pseudo empresarios que podría comenzar con Wilmer Ruperti, seguir con Derwick Associates, Smartmatic y terminar con Roberto Rincón, pasando por Walid Makled y las familias Flores, Cabello, Ramírez; pero esto más que extenuante resulta ya demasiado peligroso para quien lo intente que sería, más que aislado y silenciado, fatalmente enterrado.
En descargo de HD la oposición echa al ruedo a Fernando Mires, que si bien aquel es un alemán radicado en México éste es un chileno radicado en Alemania, lo cual es una garantía de que ninguno de los dos tiene la menor idea de lo que pasa en este país que pretenden escrutar con tan sesudas credenciales académicas, basándose en interesados partes de prensa a los que no les cabe mejor calificación que burda desinformación.
Aunque todavía viejos profesores de la UCV recuerdan que FM habría pasado por una dependencia universitaria del edificio Centro Cedíaz, eso fue hace muchos años, cuando Venezuela definitivamente era otra. Hoy dicen que es profesor emérito de la universidad de Oldenburg, por lo que sería ilustrativo hacer una encuesta entre los venezolanos, incluso entre los que miran por sus ojos, para ver quienes saben dónde queda eso, aunque por el nombre puedan imaginarse un lugar paradisiaco donde si se abre un grifo sale agua o si se pulsa un interruptor se enciende la luz (lo que no ocurre en Venezuela).
Hay que reconocerle a FM como a HD una indiscutible osadía, porque hasta ahora no se sabe de ningún venezolano que se atreva a pontificar sobre la política alemana, ni siquiera de México o Chile y muchísimo menos que les paren bolas en esos países como a ellos aquí, lo cual tampoco habla muy bien de nosotros. Si por lo menos siguieran el consejo de Ortega y Gasset, evitarían la temeridad de parlotear sobre “la intimidad” de una casa fundándose sólo en los ruidos que oyen salir al exterior.
La verdad cruda es que la presente situación es incomprensible incluso para los mismos venezolanos que vivimos aquí, que no puede analizarse con criterios de racionalidad jurídica, política, económica, sencillamente porque casi todo lo que ocurre se hace a contrapelo de cualquier racionalidad.
Los escrupulosos análisis jurídicos de situaciones francamente antijurídicas son un buen ejemplo de cómo añadir confusión al caos, como la insistencia en hablar de “urnas electorales” siendo que se vota con máquinas de lotería desde hace más de una década.
Y aquí está el comienzo de una respuesta: el régimen nunca tuvo ningún compromiso con la verdad y sólo ahora algunos toman conciencia de que esto los lleva al desastre; la oposición les sigue el paso y ahora algunos advierten que van directo a una catástrofe.
Al final ambos confían en lo que Enrique Tejera París llama “El Dios de los borrachos”, que nunca desampara a los venezolanos, que intervendrá oportunamente y nos salvará como por encanto, así como los borrachos llegan a sus casas, nadie sabe cómo y sin que importe la profundidad de su inconsciencia.
Nunca se ha tomado suficientemente en serio que explícitamente el gobierno confíe en un milagro y la oposición en el tiempo de Dios que, como se sabe, es perfecto.
3 de enero de 2016