Martes , 27 Junio 2017

A los que lloran desde afuera

Fuera del aislacionismo propio de nuestra añorada Isla, y no por su condición insular, sería un crimen y una necedad menospreciar la oportunidad de leer, de escuchar, de reconocer otras voces, otras experiencias, de enterarnos que existe otra historia, real, terriblemente real, de carne y hueso, de miles de seres concretos, de cubanos ciertos, como tú y como yo. Cubanos de Miami, Madrid o New Jersey, con vivencias conmovedoras, distintas quizás a las tuyas o las mías, con las que podrías reír, llorar o escandalizar, pero no pasar indiferente, porque esa también es la Historia, con mayúsculas, de tu pueblo, y de ti mismo.

Tengamos el valor de afrontar con serenidad que existe otra historia, una historia nunca contada e intencionalmente velada a los habitantes de aquella burbuja surrealista; pero que, en este lado del mundo libre, a donde han podido escapar millones de sufridos cubanos, ha sido bien conocida y meticulosamente documentada y estudiada por casi 60 años. Y no me refiero a una historia de Cuba diferente narrada desde otras cumbres ideológicas, que también son muy dignas de tenerse en cuenta y debiéramos conocer; hablo simplemente del drama y la tragedia personal y familiar de incontables cubanos, gente buena, normal, tan normales como tú o como yo.

Cuba bajo Castro no fue nunca una honrosa excepción a los horrores (asesinatos, desaparecidos, ejecuciones extrajudiciales o en juicios sumarísimos, torturas y malos tratos, masas de prisioneros políticos, actos de repudio e inoculación del odio y la división entre los hombres, apartheid ideológico, persecución religiosa, hambruna y miseria, desinformación, indoctrinación, la aplicación masiva de refinadas técnicas de lavado de cerebro, y supresión de todas las libertades) que el comunismo ha cometido contra la humanidad en dondequiera que ha llegado al poder; desde la Rusia de Stalin, la Corea del Norte de Kim Il-sung y Kim Jong-il, la China de Mao Zedong, la Camboya de Pol Pot, y los regímenes de Europa del Este. Más de 100 millones de muertos civiles inocentes, el comunismo acumula más víctimas mortales que el fascismo, el nazismo y el militarismo japonés juntos, por solo hablar de los muertos, y no de vidas atropelladas, arruinadas o incurablemente marcadas. No digamos además que todo esto fue en aras de una falsa utopía, absoluta y probadamente irrealizable, menos aun valiéndose de unos métodos que directamente contradecían sus propios fines. Pero aún en el hipotético y descabellado caso de que toda esta barbarie fuera capaz de traernos a este mundo la fascinante meta escatológica del “Paraíso”, de la “Igualdad Perfecta”, de la “Justicia Toda”, no la querría, no al precio de sacrificar sin derecho vidas ajenas, no al precio de desdibujar y corromper lo más esencialmente humano.

Yo sé bien lo difícil que es hacer descubrimientos como estos, y como decimos en buen cubano “desayunarse” a estas alturas con estos testimonios después de haber nacido, haberse criado, y haber crecido toda la vida escuchando una sola voz, viendo una sola imagen, bombardeados desde la cuna por una sola narrativa. Parte del problema de muchos de estos cubanos que decidieron escapar para disfrutan las bondades del mundo libre y próspero, pero que aún continúan lanzando quejas al “capitalismo salvaje” que les deja expresarse, organizarse y protestar; y sin el menor pudor se acongojan públicamente por la desaparición del autor de su “maravillosa Isla socialista” en la cual prefirieron que sus hijos no crecieran y en donde sus voces solo podían tartamudear para repetir las diatribas del “Máximo Líder”, es que es mucho más difícil deshacerse de un sentimiento que de una idea. Y digo esto no solo porque lo creo, sino porque quiero esforzarme por entender sus absurdas contradicciones sin llegar a juzgarlos, porque vivo convencido de que todos somos víctimas de ese macabro engendro social que ha sido el castrismo con ropaje comunista.

La idea falsa puede mutar fácilmente hacia una versión mejorada cuando se ve confrontada con argumentos racionales o unas evidencias sólidas; pero los sentimientos y las emociones son una madeja mucho más compleja de tratar, y con frecuencia escapan a la razón. Y una clave es precisamente que, en Cuba, más si tus propios padres también profesaron la eufemística religión de Estado llamada “Revolución”, no solo te enseñaron que Fidel Castro era bueno, te enseñaron a quererlo, a admirarlo, a venerarlo; y las emociones no se reemplazan tan fácil como las ideas, incluso pueden bloquear su entendimiento. Deshacerse de ese cariño infantil inoculado desde la cuna, del guardia que llevamos dentro, de la desconfianza que mina todas nuestras relaciones, es un auténtico camino de liberación, una “conversión” que puede ser tan milagrosa como la de la fe. Y ese camino interior no se da inconscientemente o por antonomasia tan solo por haber logrado atravesar 90 millas hacia el norte o haber sobrevolado el Atlántico.

Claro que es más cómodo, fácil y “seguro” quedarse en la burbuja. Cuestionarse a uno mismo, abandonar falsas seguridades para darse la oportunidad de dudar, lidiar con la duda y la incertidumbre, enfrentar nuestros miedos, abandonar nuestros oportunismos, emprender un camino de búsqueda que puede llevar a que nos replanteemos todo, tomar el riesgo de que el pensamiento se nos nuble de contradicciones y que nuestras previas convicciones pierdan sentido y que esto pueda conducirnos incluso a profundas crisis existenciales, requiere mucho pero mucho coraje, mucho amor por la verdad y muchas ganas de buscarla.

“Solo la verdad los hará libres,” lo dijo Él, no yo, y este es el alto precio de buscarla, pero en esa búsqueda sincera y valiente es que nos convertimos en hombres, dígase en adultos y libres. Si no lo hacemos, nos ahorraremos todo este “trabajo”, “riesgos”, “molestias” y “preocupaciones” adicionales a las que ya tenemos; pero decidir vivir de espaldas a la realidad o sin que nos interese entenderla mejor y ser coherentes con ella, también tiene un altísimo precio: quizás nunca lo sabremos, pero nos estaremos perdiendo la mejor aventura de la vida, justamente la aventura que le da al hombre su grandeza y dignidad. La conciencia tranquila es un buen sedante y un somnífero eficaz, pero no trae la paz; la conciencia que se esfuerza por ser buena asumiendo la agitación, el cambio, la inestabilidad, el error, la lucha interior, la complejidad de la realidad, el discernimiento, y el análisis de sí misma, encuentra en medio de toda su incesante actividad y permanente tensión, una fuente inagotable de paz, confianza y felicidad.

Comprender la alegría de las víctimas del exilio es imposible sin acercarse primero a su dolor. Llorar al tirano fuera de Cuba es una aberración que, salvando la integridad moral e intelectual del que lo llora, es la prueba más diabólica de la locura que nos impusieron y del mal que nos han hecho. Es la evidencia más triste y elocuente de que sus víctimas son incontables, y que el daño inmedible que nos hizo, aún sobrevivirá a su propia muerte.


 

Scroll To Top