En 1989, durante las cálidas noches del mes de julio, los cubanos se sentaron frente al televisor para ver, en horario estelar, un programa que transmitían los canales oficiales: se trataba del juicio público de diecinueve altos militares acusados de vinculación con los carteles de la droga, la llamada «Causa 1». Entre los inculpados destacaban el general de división Arnaldo Ochoa Sánchez y Antonio de La Guardia, coronel de la policía política.
Pocos años antes, al otorgarle el título de Héroe de la República de Cuba a Ochoa Sánchez, Fidel Castro aseguró que constituía: «… un merecido reconocimiento a sus méritos, honestidad, capacidad de sacrificio y heroísmo»; además, ese mismo año, se había decidido designarlo jefe del poderoso ejército occidental de Cuba. Sin embargo, al héroe poco después le tocaría hacer el papel de villano durante el reality show made in Cuba de 1989.
En su libro Vigilar y castigar, Michael Foucault ofrece algunas claves para desentrañar las razones subyacentes que explican este tipo de montaje del poder. Aún cuando, el autor señala que el suplicio físico como espectáculo popular dejó de ser público entre los siglos XVII y XIX, pasando a ser la parte más oculta del proceso penal, durante la Causa 1, el suplicio moral, el escarnio y la deshonra de un ser humano se divulgó a través de los medios de comunicación del siglo XX. La clave del castigo, según el filósofo francés, consistía en un ritual político para liberar de culpas al alto poder, ya que cualquier hecho punible «… suponía, ante todo, un ataque al soberano, del que emanaba la ley. Por tanto, la pena no solo debía reparar el daño que se había cometido, sino que suponía también un desagravio al monarca».
En una sociedad como la cubana, asentada en un liderazgo unipersonal y vitalicio, que pontificaba sobre absolutamente todo el quehacer de su pueblo en el marco del “ser revolucionario”, es evidente que en ese líder estaba asentada la ley y toda acción que pusiera en peligro su poder debía ser penada mediante el mismo ritual de carácter público.
¿Por qué televisar ese juicio en un país donde impera el hermetismo? Si en realidad era más fácil mantenerlo en secreto y evitar cualquier tipo de intrusión internacional. Pero un análisis de los documentos que publicó el Gobierno —el libro Causa 1/89, fin de la conexión cubana y los videos que pueden verse en la Red— evidenció la urgencia de montar una gran maquinaria propagandística, vital para limpiar la imagen del líder máximo de toda responsabilidad.
Por instrucciones del comandante en jefe, los medios de comunicación cubanos, todos dependientes del Gobierno, se acoplaron para promover un clima de culpabilidad previo a la sentencia. Así la presunción de inocencia, común en toda jurisprudencia penal, fue omitida en este caso. El veredicto antecedió al fallo del tribunal.
Sin embargo, con respecto al alto Gobierno en ningún momento se admitió que tuvieran conocimiento de los contactos de sus altos oficiales con el narcotráfico, a pesar de que se jactan de la eficiencia de sus sistemas de inteligencia y contrainteligencia.
La fecha de los acontecimientos, no es casual: 1989, escenario del fin de la Guerra Fría, de la escalada en Angola, del florecimiento del glasnost, la perestroika, el sindicato Solidaridad, la caída del muro de Berlín y los hechos de Tiannamen. Es también y muy señaladamente, el período del auge de los carteles de la droga.
Bajo el riguroso guión del comandante en jefe se estructuró el espectáculo en cuatro actos públicos: el arresto, el Tribunal de Honor, la Causa 1 del Tribunal Militar Especial, y la reunión del Consejo de Estado. Además del previsible colofón privado: el fusilamiento.
El arresto
Ochoa fue arrestado dos veces. La primera, el 9 de junio, tuvo un carácter claramente emocional, duró solo un día y fue consecuencia de una reunión con Raúl Castro, ministro de las Fuerzas Armadas, que terminó a gritos. Cuando Ochoa le espetó: «Si quieres montarme un caso de corrupción tendrás que depurar todo el ejército, empezando por ti», Raúl ordenó apresarlo.
La segunda y definitiva aprehensión, cuatro días después, fue producto de una calculada operación del comandante en jefe, luego de reunirse por más de catorce horas con agentes de la contrainteligencia. En esa oportunidad se diseñó con precisión y apremio todo lo relativo al espectáculo y su desenlace final. Los titulares de los dos primeros editoriales (16 y el 22 de junio) del diario Granma, órgano oficial del partido comunista, «Una verdadera revolución no admitirá jamás la impunidad» y «Sabremos lavar de forma ejemplar ultrajes como este» ya definían el rumbo del proceso y asomaban la culpabilidad previa de los acusados.
Entre el arresto y el minucioso y extenso segundo editorial del 22 de junio pasaron solo diez días. El Gobierno da a conocer pormenorizadamente las operaciones de narcotráfico realizadas por su gente entre 1986 y 1989. Pero a ese mismo Gobierno que antes había asegurado en documentos públicos que los hechos lo tomaron por sorpresa, podría formulársele una pregunta obvia: ¿En solo diez días recabaron tantos y tan precisos datos de operaciones de narcotráfico (en las que se admite de paso que Ochoa no participó)? Es imposible creer que no lo supieran, sobre todo si tenemos en cuenta la experticia, poder y control de los cuerpos policiales cubanos.
El tribunal de honor
Entre el 25 y 26 de julio se llevó a cabo el Tribunal de Honor presidido por el general de división Ulises Rosales del Toro. Este primer acto fue una fragante violación del procedimiento legal del código militar cubano que establece que si un oficial comete un delito tipificado en el código de justicia, hay que esperar primero el juicio en el tribunal correspondiente y si resulta culpable se somete después a un Tribunal de Honor para el retiro de condecoraciones, grados y títulos.
Es deprimente el video en que Ochoa se declara merecedor de la pena capital y obedientemente sigue el guión bajo no sabemos qué coacciones. Como si esto no fuera suficiente, reitera su admiración por Fidel Castro y termina cumpliendo la grotesca demanda de infundir en el ánimo de sus hijos la idea de que, aunque lo condenan a la pena capital, la revolución actúa con justeza.
Es inevitable la asociación de este reality show con las purgas estalinistas de 1936 contra los dirigentes de la vieja guardia bolchevique, Zinóviev, Kaménev y Smirnov, forzados a autoincrimarse para condenarlos a pena de muerte y a algo peor: el derrumbe moral, la pérdida de la dignidad y la autotraición.
La jugada del Tribunal de Honor en la Causa 1 fue una estrategia magistral del comandante. Cuarenta y siete generales asumen el papel de fiscales y, con la aceptación del propio reo, lo declaran culpable por unanimidad. Se creó una amplia base de responsables en la condena a Ochoa que ningún jurado penal, en ese país y esas circunstancias, iba a contradecir.
La Causa 1 y el Tribunal Militar Especial
El juicio sumario del Tribunal Militar Especial es la parte más inquisorial del espectáculo. En pantalla aparece un Ochoa degradado, vestido de civil, con gruesos lentes. Su actitud apática, huraña, difiere de la sostenida durante el tribunal de honor. Aunque pronto aflora el Ochoa desafiante, ya está resignado. No espera clemencia.
El fiscal, general de brigada Juan Escalona Reguera, emplea el tono moralizante del inquisidor, usa y abusa del sustantivo patria y la ironía cruel prevalecen en su interrogatorio. Los mea culpa, el ambiente opresivo, las mutuas acusaciones y los llantos histéricos crean un ambiente vejatorio y doloroso. Hombres curtidos que han ofrecido su vida por la supuesta revolución, ahora se presentan increpados, humillados…
El otro elemento que llama la atención es el papel que desempeña la defensa. Uno de ellos llegó a decir: «… debemos dejar sentado que defendemos a los acusados pero no a los graves delitos por ellos cometidos». ¿En qué cabeza cabe que alguien pueda defender un «delito»? Y qué abogado comienza el alegato de sus defendidos admitiendo «los graves delitos por ellos cometidos».
Consejo de Estado
Una vez emitido el veredicto del Tribunal Militar Especial, que condenó a la pena capital a Arnaldo Ochoa, Antonio de La Guardia, Amado Padrón y Jorge Martínez, se convocó al Consejo de Estado en pleno con el propósito de escuchar las opiniones de cada uno de sus veintinueve miembros, incluyendo a su presidente Fidel Castro, también presidente del Consejo de Ministros, primer secretario del Partido Comunista de Cuba, miembro del buró político y de su comité central, diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias.
Todos sin excepción ratificaron la sentencia. Las palabras más utilizadas fueron «traición» y «muerte por fusilamiento. Cabe destacar la afirmación con que terminó Armando Acosta Cordero su intervención: «Yo, personalmente expreso mi criterio de absoluto convencimiento de que es indispensable, que es justo, que es humano, que es correcto, aplicar la condena por fusilamiento a los encartados…».
Como parte del reality show, Raúl Castro abre el camino al Gran Hermano y revela lo obvio: «Fidel ha estado conduciendo este proceso». El espectáculo está por terminar y el director que actuó tras bambalinas se presenta ahora para dar la estocada final.
El comandante en jefe inicia su monólogo, haciendo un superlativo canto a sí mismo. Celebra la transparencia, la participación, la cobertura informativa y la equidad del proceso como algo único. Reitera que no ejerció «la más mínima influencia» sobre el veredicto. Afirma que todos los miembros del Consejo de Estado se han pronunciado con total libertad y, cosa curiosa, «absoluta unanimidad».
Va desgranando un discurso con objetivos precisos: minimizar o descartar los méritos y el heroísmo del Ochoa militar en las misiones internacionalistas, adjudicándose él mismo toda la responsabilidad y honores para pasar seguidamente a desacreditar al condenado en términos personales y morales.
El componente político del proceso contra Ochoa —rival peligroso por su popularidad en el ejército revolucionario y su vinculación con los soviéticos del glasnost y la perestroika— se «tapa» con decalificaiones morales y una acusación aceptada internacionalmente: vínculos con el narcotráfico.
Los servicios de inteligencia de Estados Unidos ya habían descubierto las negociaciones de altos oficiales del Gobierno cubano carteles de la droga, algo que deja ver entrelíneas el libro Causa1/89. Sin tiempo que perder, el comandante monta la obra y como se dice popularmente «mata dos pájaros de un tiro».
El fusilamiento
Antes del amanecer del 14 de julio, hace veinticinco años, los cuatro condenados fueron fusilados. Los llevaron a un potrero aledaño a la base aérea de Baracoa, al este de La Habana. Al pelotón se les dijo que habían sido escogidos para cumplir una alta y honrosa misión. A cada uno se le entregó un fusil AK nuevo. Varias cámaras de video se asignaron para la «honrosa misión» por decisión del comandante en jefe, quien abrigaba la esperanza de que en el momento decisivo Ochoa perdiera el aplomo que lo caracterizaba. Previendo esa posibilidad mandó a grabar un pormenorizado video de la ejecución para, dado el caso, mostrar a su antiguo aliado como un cobarde. Pero al observar las imágenes, según infidencia de un testigo, tuvo que admitir: «¡Se portó como todo un hombre!».