Hace poco, Raúl Castro, nuestro general-presidente de cada día (el mismo de los MIG 21 a los coreanos), se paró delante de un grupo de oidores en ascuas, para hablar de la falta de urbanidad en las calles de Cuba, esas mismas calles donde vive un pueblo acetrinado por el sol y la mala vida, a merced del discurso y de la estética de la miseria.
La violencia verbal de Fidel Castro y el eructo de sus dementes vanidades fue espasmo lúbrico para toda suerte de baboso, unos que lo eran por enfermedad mental y otros, por ser patéticos congénitos encerrados en la isla del señor de los truenos.
Fueron grandes los derretimientos porque Fidel era, al mismo tiempo, El Estado, La Revolución, El Fusilador y El Partido. Lo mismo había ocurrido en Alemania a partir de 1933, el «guía» impuso su partitura y, en Cuba, se borró no solamente el nombre de Estrada Palma de las calles sino la idea de una diversidad emocional, política y social de las mentes. ¡ Señor no, compañero…, y autocritíquese!
¿ Os acordáis (eso de «os acordáis» es adrede) de aquellas películas cubanas donde las palabrotas eran miel de cubanía, digamos, como una especie de imitación (a mínima) del Ser Supremo ?
Bueno…, pues Raúl es, precisamente, uno de los mayores culpables de esa falta de urbanidad y de ese desparpajo sistémico cuya causa fue el totalitarismo que el Nerón de los Trópicos y sus seguidores impusieron violentamente al país.
¿ Hay algo más indecente que mantenerse en el poder durante medio siglo contra la voluntad de un pueblo, gracias a la violencia, física, verbal e intelectual?, claro que no.
Los estragos sociológicos del castrismo han herido de muerte la esencia de la nación cubana y es asquerosamente alucinante que uno de los asesinos sea quien intente administrar los últimos sacramentos. ¡Fo!