Jorge Olivera Castillo.
Entre el feroz lenguaje del poder es perceptible el mensaje que dejó hace dos años Orlando Zapata Tamayo. Su muerte es un grito permanente contra el abuso que se actualiza en los talleres de la policía política.
El 23 de febrero de 2010, tras 85 días de huelga de hambre, se anunció su deceso. Era el último recurso para enfrentar a quienes lo atormentaban con recurrentes palizas verbales y físicas.
Desde un inicio se negó a aceptar el encierro por su postura cívica en defensa de los derechos humanos. Ningún recurso empleado para aplacar su rebeldía daba resultado. A cada acción de sus carceleros respondía con vehemencia sin más armas que sus cuerdas vocales.
Tras el arresto en marzo de 2003 su condena fue ampliándose hasta alcanzar varias decenas de años. Los verdugos buscaban su silencio a toda costa, pero fallaron en sus cálculos. Se enfrentaban a un hombre que apostaría al sacrificio en aras de mantener incólume su dignidad.
Recuerdo el pullover que solía mostrar su madre con una intensa coloración donde se mezclaba el rojo con el gris opaco de la mugre.
Era la evidencia de una de las brutales golpizas propinada por la jauría de guardias que en las cárceles tienen esa triste misión.
En aquella oportunidad su cráneo fue uno de los objetivos donde la cabilla se hundió, quizás más de una vez, para dejar abierto el orificio de donde salió la pintura que abarcaba casi toda la superficie de la prenda de vestir.
A pesar de la sistematicidad de esos apabullamientos con su carga de lesiones físicas y psicológicas, Zapata Tamayo no cedía en sus intentos de protestar por un ambiente carcelario que se caracteriza por insufiencias de todo tipo, incluidas las relacionadas con un trato humano.
A la par de sus críticas contra el régimen que había ordenado su encarcelamiento, dejaba saber, también a viva voz, la corrupción de los administradores y subordinados de las prisiones por donde peregrinó hasta encontrarse con la muerte y la falta de condiciones de acuerdo a los reglamentos internacionales vigentes.
Desafortunadamente no ha sido el último prisionero político cubano que pierde la vida mediante una huelga de hambre.
Hace pocas semanas, el 20 de enero, falleció en similares circunstancias el preso político Wilman Villar Mendoza.
En 50 días su corazón se detuvo a causa de los efectos producidos por la privación de alimentos.
Informaciones recientes citan el caso de Ernesto Borges Pérez, quien lleva varios días en huelga.
Según declaraciones de su padre, ha perdido alrededor de 12 kilogramos de peso, presenta un cuadro asmático, además de enfisema pulmonar.
Borges, ex oficial de la Seguridad del Estado, fue condenado a 30 años por presuntos delitos de espionaje.
Una interpretación literal de la situación conduce a las peores premoniciones de no cesar la protesta o recibir de inmediato asistencia médica.
No hay indicios de que la realidad que provoca este tipo de conductas vaya a cambiar.
La próxima visita, a finales del marzo, del papa Benedicto XVI no indica nada nuevo en el panorama insular referente a una apertura antecedida por una amnistía general y una profunda revisión del código penal que elimine los castigos por ejercer derechos inalienables.
A dos años de la muerte de Zapata Tamayo, su imagen permanece prendida en la memoria de muchas personas en Cuba y el mundo.
No importa que el ex presidente brasileño Luiz Inacio Lula Da Silva, se haya unido al grupo de quienes intentaron mancillar su ejemplo a través de la calumnia, cuando todavía el cadáver estaba insepulto.
Lula no tuvo reparos en calificar a Zapata como un delincuente común. Al final, la historia pondrá las cosas en su lugar.
Ojalá en el futuro cercano, todos los participantes en ese coro infame tengan el valor suficiente para arrepentirse. A algunos no le quedará otra alternativa que hacerlo frente a un tribunal.