Cuando era una niña que estaba terminando la escuela primaria, las televisoras locales promovían con bombos y platillos una de las películas realizadas por María Conchita Alonso en Hollywood: Moscú en el Hudson, protagonizada por quien después ganaría el Oscar: el hoy fallecido Robin Williams.
En aquella película que, supongo, ninguna televisora local se atrevería a pasar hoy, se veía ya el talento que después le daría el Oscar al protagonista. En principio, era una comedia. En el fondo, desnudaba los males tanto del capitalismo salvaje cómo de la opresiva «cortina de hierro» que padecían los habitantes (¿prisioneros?) de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y sus países satélites… antes de su aparatosa caída cinco años después.
En el momento en que se grabó y proyectó la película (1984, aunque la vi al menos un año después), no obstante, tal debacle era impensable. Sin embargo, el film desnudaba una de las rendijas por las que se escapaba el olor de la catástrofe interior del sistema comunista: las deserciones masivas y voluntarias.
La huida masiva de gente decente que hoy vive Venezuela (nunca a la par de Cuba) debería indicarle a los chavistas prepagados que en España promueven el modelo de izquierda radical mal llamado «socialismo del siglo xxi» que las cosas no están tan bien como grita la propaganda de millones de euros. Nadie se va a la carrera (con o sin visa) de ningún paraíso.
De hecho, con todos los males que bien esconde el imperio yanqui, son pocos los gringos emigrantes en el mundo mientras que encontramos cientos, miles… millones de chinos en cualquier rincón perdido y polvoriento del planeta.
¿Por qué será?
El tamaño de la miseria
Volviendo al film, yo nunca había visto ninguno de los demoledores dramas con los que se le hacía crítica al mundo comunista y no recuerdo haber visto ningún documental. Lo hice después: esa conmovedora comedia me impulso a querer entender lo que pasaba.
Mientras la veía, me pareció loco que la gente se metiera en un cola sin saber para qué era… solo porque estaba corta y porque —seguro— podría intercambiar lo que recibiera por algo de más valor. Siempre fui buena entendiendo la ley de la oferta y la demanda: la lógica simple de esta lección me horrorizó, pero, quizás la imagen que más me impactó fue la celebración de la madre del protagonista cuando este apareció con tres rollos de papel sanitario, luego de haber hecho una fila de no menos de dos horas. La señora jugaba con ellos como si fuera equilibrista. Parecía una niña feliz.
Él la recordaría de esa manera en sus evocaciones —ya en el exilio que había elegido— cuando pensaba que, al menos, mientras estaba en su tierra él tenía clara conciencia (de la que carecía ahora, en ese gran país que no entendía) del tamaño de su miseria. La acariciaba. Dormía con ella abrazado como una mascota. Lamentaba haber perdido hasta las seguridades de lo que nunca iba a tener por un mundo de oportunidades… pero también de soledad y de incertidumbre.
Esa era y es la marca de la diáspora: la judía, la rusa, la cubana; la argentina y chilena de su tiempo. La española hoy y ayer. La venezolana: viva y actual, que nos sorprende y multiplica el duelo permanente que se ha mudado a vivir en nuestro suelo.
Alumbrones
¿Y a qué viene recordar una película olvidada de Robin Williams? Al apagón en Caracas ocurrido el jueves, que tanto escándalo ocasionó en las calles, aulas y casas caraqueñas y tanta resonancia tuvo en los medios de comunicación… para despecho (justificado) de los habitantes del resto de las ciudades importantes de esta tierra.
Ni hablar de quienes viven en Tapipa, Panaquire y otras localidades pequeñas y caseríos de Miranda, Vargas, Anzoátegui y Carabobo, a quienes Corpoelec sacrifica los fines de semana para que tengan luz y aire acondicionado los centros comerciales de Guarenas-Guatire, Catia, Valencia y Puerto La Cruz.
¿Qué es un apagón de pocos minutos en algunos sectores frente a las fallas de hasta 32 horas en más del 30% de Cumaná, noticia que leemos sin ninguna perturbación? ¿Acaso puede compararse con el caos que ocasionó el apagón de cuatro horas ocurrido el año pasado en Maracaibo, justo el día más caluroso en diez años, con 54 ºC a las dos de la tarde? ¿Se imaginan estar encerrado en un ascensor con esa temperatura? ¿O en una oficina con un montón de personas? ¿O en el carro en medio de una cola loca ocasionada por la desesperación y la falta de semáforos?
¿O es que acaso de verdad creemos que las dolorosísimas protestas de Mérida y San Cristóbal de comienzos de 2014 son ajenas por completo a las horas y horas… y días y días que pasan sus habitantes sin luz o haciendo cola para comprar harina pan, medicinas y gasolina… como ahora le toca a los caraqueños? Al igual que en la Cuba de los noventa, en el interior del país hay sectores que pasan más tiempo sin luz que con ella. Lo que asombra no son los apagones sino los «alumbrones», como llamaban los cubanos a esos raros momentos de modernidad…
¿Salida constituyente o constitucional?
El apagón que le dijo a los caraqueños (al igual que las colas en las bombas) que ya no hay plata para que las miserias de La Habana no vivan en Caracas me recordó que ahora son nuestras madres las que celebran y reciben como regalos los rollos de papel sanitario y que, al parecer, hacer horas y horas de cola es una de las nuevas profesiones que se ha desarrollado en el lumpen chavista y que ha crecido a la sombra del chavismo… que no es los mismo pero es igual de lamentable.
Dateros y «hace colas» son dos de los nuevos «trabajos» de este período, así como los «compradores» de bienes de primera necesidad y los «bachaqueros», entre otros oficios… todos perseguidos por el régimen que creó su necesidad y ha promovido su existencia.
Tal como recogen algunos de los más duros cuentos de Alfredo Sainz Blanco (@sainzblanco) en Ponme la mano aquí (2012), los oficios «ilegales» son la forma de sobrevivir en una sociedad oprimida, en donde la cola es la cárcel cotidiana que impide pensar, movilizarse, reunirse. Organizarse.
Solo hay una cola que me alegro de no haber visto: la de los «abajo firmantes» para promover la Asamblea Constituyente. Nunca aprobé la de Hugo Chávez y, como llegué a ver recientemente algunos grafitis del PPT (Patria para Todos) solicitando una, temí que —de nuevo— la gente de Voluntad Popular estuviera promoviendo una «salida» que nos enterrara aun más hondo en el hueco en donde estamos.
No. Las constituyentes, invariablemente, las ganan los Gobiernos. Así que prefiero apostar a que caigan en cuenta y usen esa energía y esas firmas para explicarle a esa gente por qué hay que ganar las Parlamentarias para forzar una transición en donde la constituyente (tal vez) nos ayude a equilibrar las «fuerzas vivas» existentes en el país, que incluyen, ahora y por mucho tiempo, a las distintas «alas» del chavismo y hasta al madurismo…
La disolvencia del «efecto Lucifer» que el castro-chavismo no deja de promover ha lanzado a muchos venezolanos a una diáspora que ni ellos ni el país termina de digerir.
En los próximos meses, sin embargo, serán muchos más los enterrados en miserias aún no tan horribles como la habanera y, por tanto, serán más los que querrán irse a tierras en donde vivir y morir cueste y duela menos.
Esperemos que las elecciones sean antes y que votar para ganar la Asamblea Nacional sea el primer gran gesto de amor de quienes se irán para extrañar todo lo bueno que este país representa y que solo sabrán, entenderán y padecerán a corazón abierto cuando estén lejos.
Reconocernos desde el exilio es la gran enseñanza de la diáspora ( http://t.co/hhhuOC16ob ), como bien lo ha recogido en estos días mi amigo Carlos Delgado Flores (@cardelf).
Es parte del aprendizaje que tenemos pendiente antes de que llegue la era de la reconstrucción del país que está por venir.
Hay que estar listos para eso. Pero, primero, hay que ganar las Parlamentarias. De verdad verdad.