Lo correcto, lo elegante, lo que viste bien y da un buen cartel de persona civilizada y coherente es apuntarse en algunos de los grupos que promueven –desde luego, con todo su derecho– un diálogo con el gobierno cubano, aunque ese gobierno tenga un excluyente inventario de preferencias a la hora de halar una silla y sentarse a la mesa.
Los tiempos mandan y el consejo que dan desde todos los puntos del planeta es que los conflictos, las desavenencias y los graves problemas de cualquier categoría se resuelven con firmeza, decencia y argumentos en unas cuantas jornadas de conversaciones constructivas y útiles.
De modo que muchos hombres y mujeres, que saben de esos mandatos y han sido testigos de buenos resultados en otras partes del mundo, quieran buscar por esa vía una solución a lo que se llama, en general, el problema cubano, un drama sin tinta todavía para escribir las escenas finales y sin la selección de actores que deben salir antes de que caiga el último telón.
La realidad de la eventual eficacia del diálogo con el régimen y algunos de sus más entusiastas promotores suelen relegar, a veces, a quienes dentro de Cuba –con todo su derecho también– se niegan a pronunciarse a favor de unas pláticas con los representantes de la dictadura.
Su posición tiene un mensaje que más que repliegue a posiciones tajantes y negativas indican gran prudencia, decoro y sabiduría.
La verdad es que el gobierno de Cuba nunca ha querido hablar con la oposición pacífica y es una apuesta muy difícil o temeraria pedirle a alguien que llegue a un acuerdo con unos interlocutores que no quieren escucharles y que en la distancia disponen de taburetes y espacios sólo para los que les llevan recursos y alaban su intransigencia y la historia de sus fracasos.
No tiene sentido apartar de un plumazo a los cubanos que trabajan en la isla por un cambio pacífico, que hacen oposición o escriben periodismo independiente porque se nieguen a dialogar con alguien que se ha negado a dialogar primero y siempre.
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