LA UNIÓN Europea es comprensiva, espléndida y pragmática. Le perdona al Gobierno de Cuba su más de medio siglo de dictadura militar y lo recibe, con abrazos discretos pero cálidos y unos leves reparos formales, como a un viejo amigo descarriado que ha encontrado, por fortuna, el camino correcto. Es conmovedor.
En París, hace una semana, mediante una reunión de los cancilleres de Cuba y Francia, comenzó el fin de la llamada Posición Común, asumida por los países del Viejo Continente en 1996, que condicionaba el avance en materia de la cooperación y la normalización de las relaciones a que los jefes del régimen de la isla mostraran respeto por los derechos humanos.
Allá, lo que ha cambiado en ese tema, es el nombre de los presos políticos que están en las cárceles. La represión contra los opositores pacíficos es la misma del siglo pasado y, en los nuevos tiempos, se han añadido las golpizas semanales a las Damas de Blanco y un promedio de 300 arrestos arbitrarios cada mes. Lo que pasa es que el mundo civilizado vive con otras urgencias.
Aunque Cuba tiene, desde 2008, relaciones bilaterales con 15 países de la región y ha recibido unos 80 millones de euros en ayudas, las conversaciones en Francia le abren todas las puertas para obtener beneficios económicos y, en el plano político, pueden apreciarse como un intento de pasarle un poco de agua y jabón a su delantal enfangado.
Es siniestro que el canciller Laurent Fabius sea el designado por la UE para llevar adelante el diálogo de recomposición de los contactos. El reconocido socialista galo escribió un artículo, en 2003, cuando la razia policial contra 75 opositores y periodistas cubanos, en el que se quejaba de «la extraña indulgencia» con la que su país trataba al «dictador» Fidel Castro.
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