Jean Paul Sartre lo dijo bien en 1960: “Si Estados Unidos no existiera, Cuba debería inventarlo”. Pero Barack Obama desinventó a los Estados Unidos de Castro.
Analizar esta mutación geopolítica, que descoloca todo un proyecto concebido desde y para la confrontación, requiere más perspectiva para entender con claridad la derrota estratégica del régimen cubano, pero lo que acaba de acontecer el 17 de diciembre no puede entenderse con los criterios normales de la política mediana. Se sitúa en el espacio decisorio de los hombres de Estado que apuestan por la sabiduría política, más que por la continuidad que impone larealpolitik. Y la sabiduría política sienta a los enemigos en la mesa. Para sorpresa de uno de ellos.
Ese tipo de decisiones sabias, y también riesgosas, no abundan. En la época moderna lo he visto solo en tres ocasiones: en la India de Mahatma Gandhi, en los Estados Unidos de Martin Luther King y en la Sudáfrica de Nelson Mandela. En los tres momentos, y a contrapelo de la realpolitik ―que se define bien como la política desde el status quo―, se rompió el curso de los acontecimientos, que marcaban una deriva violenta como solución aparente de conflictos históricos, a favor de la visión de lo que es mejor según criterios morales, políticos, civilizatorios y de eficacia. Por ese orden.
Barack Obama tiene límites inmediatos para ser comparado con esos tres íconos de la historia moderna, pero el proceso de normalización de las relaciones entre los gobiernos de Cuba y de los Estados Unidos que puso en marcha, hace saltar por los aires la realpolitik en el hemisferio occidental en tres zonas diferenciadas: Miami, América Latina y Cuba.
En estas tres zonas la realpolitik la determina más el discurso que los hechos. Cuba, después de 1959 es eso: la hegemonía de la autonarración y el raquitismo de los hechos. La narrativa emocional y su percepción derivada han sido la base del tipo y de la estructura de relaciones que ellas han sostenido por más de medio siglo con los Estados Unidos.
Fue la narrativa la que convirtió el acontecimiento de la revolución cubana en un proceso contra los Estados Unidos. El gusto ideológico y cultural por el relato atrapó a un evento de restauración democrática abierto al futuro, según su pacto y discurso original, dentro de un conflicto utópico permanente, casi naturalizado, pero con poca densidad histórica acumulada. A partir de aquí nació en Miami un contra relato que fijó, hasta bien entrado el siglo XXI, las opciones reales de la política estadounidense. Y América Latina, a derechas, y sobre todo a izquierdas, redactó su propio relato intensamente superficial: una ficción sobre una Cuba que ignora contra unos Estados Unidos que resiente.
Lo que ha hecho Obama es desarticular a tres centros de poder que se constituyeron por la narrativa; poniéndolos a la defensiva. La exaltación en Miami, el silencio en La Habana y el discurso de izquierda reminiscente en América Latina son reacciones distintas ante un mismo hecho: después del 17 de diciembre los Estados Unidos han dejado sin narrativa ideológica al hemisferio occidental.
Un reciente artículo en este mismo periódico de un prominente líder progresista del hemisferio, Ricardo Lagos, refleja la perplejidad con la que se recibe en cierta izquierda la noticia de la normalización entre Los Estados Unidos y Cuba. Como si no hubiera ocurrido nada en los últimos veinte años, el texto se recrea en un paseismo mítico y reproduce de forma intacta el lenguaje de los “gloriosos sesenta”, en el entendido de que la revolución cubana habría sido una utopía posible si no se hubiera topado con la oposición de los Estados Unidos. Cuando lo contrario es lo cierto: Cuba fue una utopía gracias a los yanquis.
Desde Miami, aunque no en todo Miami, el paseismo se invierte. Los Estados Unidos, se dice, han traicionado la causa, desconociendo la memoria de miles de muertos y de desaparecidos en la empresa de recuperar la democracia. Esos sectores ―bien comprometidos con Cuba por cierto―, no se dan cuenta, sin embargo, que el enemigo inventado era el enemigo necesario para impedir, con bastante éxito, que la controversia democrática alcanzara los primeros planos de la escena pública cubana. Y occidental.
La Habana, por su parte, alimenta su pasado con el vacío narrativo. De ahí el silencio y la ausencia de un discurso alternativo para tiempos de paz. La destrucción de su narrativa es de tal calado que no encuentra cómo responder al dilema del enemigo por transitividad. Hasta ayer, la comunidad prodemocrática cubana era el enemigo agregado porque era amiga del enemigo principal. ¿Qué debe pasar ahora, siguiendo el hilo del alegato histórico, cuando se normalizan las relaciones entre dos Estados enemigos? ¿No sería lógico iniciar el proceso de normalización entre el Estado y la sociedad cubanos? ¿Se ha roto de pronto la transitividad?
Después del 17 de diciembre ya no se puede narrar en el hemisferio occidental. Dicho con mejor exactitud: solo se pueden narrar la democracia y sus valores. Y esta narración se abre por obligación a la política y a lo político si quiere sobrevivir como articulación de la sociedad. El desafío mayor recae, no obstante, sobre lo que insisten en llamar Revolución Cubana: ella se enfrenta a su propio origen revolucionario, en el que se inscriben las libertades fundamentales, el Estado de derecho y las elecciones libres y democráticas.
Para corregir a Sartre: esa es la única revolución en Cuba que no necesita inventar a los Estados Unidos.