Cuando hablamos de democracia participativa no nos limitamos al concepto de participación democrática como se aplica en grados diversos en muchos países.
Las democracias representativas que funcionan en el mundo de hoy fomentan la participación democrática por medios muy diversos, que van desde las juntas comunitarias hasta los plebiscitos. Cuanto mayor es el grado de participación que permite el mecanismo representativo más se acercan los sistemas democráticos modernos al concepto, aún no aplicado en la práctica, de la democracia participativa.
El punto de transición se produciría cuando se confeccionaran sistemas sociopolíticos en los que la participación propiciase la toma de decisiones por mandato. Ese mecanismo que permitiría al pueblo o a sus sectores organizados tomar decisiones y que convertiría al Poder Ejecutivo en un Poder Administrativos al servicio de sus ciudadanos sería una democracia participativa genuina.
Por lo tanto, la forma indiscriminada como califican en Cuba, Venezuela y otros lugares los sistemas que allí han impuesto o intentan imponer como “democracias participativas” obedece a una estrategia destinada a confundir a los pueblos que aspiran a una transformación sociopolítica que les dé la facultad de decidir y de tomar las riendas de su propio destino. La oclocracia venezolana tuvo y aún tiene la oportunidad de avanzar hacia un sistema de democracia participativa mediante Asambleas en un ámbito político de pluralismo y pluripartidismo que respete el Estado de derecho y aplique la separación de poderes. Chávez, al igual que Castro, contaron con un amplio mandato de su pueblo. No obstante, esa dictadura inicial de las mayorías que pisotea a la legítima oposición minoritaria es caldo de cultivo de aquellos cuyo verdadero propósito es autoritario y dictatorial y emplean demagógicamente el caos y el desorden oclocrático para ir tomando posiciones de poder.
En Cuba se forjó un sistema de Asambleas para aparentar que el país se alejaba del sistema dictatorial y que institucionalizaba una amplia participación popular en la toma de decisiones a todos los niveles de gobierno. No cabe en este breve ensayo analizar el trasfondo y las consecuencias del aparato político que allí han establecido. Baste decir que es un sistema unipartidista, unicameral y abrumadoramente presidencialista. Está mucho más lejos de la democracia participativa que cualquiera de las democracias representativas del mundo de hoy.
El férreo unipartidismo del régimen cubano y el centralismo del poder en el Presidente del Consejo de Estado son las características esenciales que demuestran que en Cuba no hay una democracia participativa ni algún otro tipo de democracia genuina. Es tan insultante para su propio pueblo que cualquier régimen aduzca que no puede haber en su país un movimiento autóctono de oposición, que carece absolutamente de validez y legitimidad el argumento de que cualquier manifestación opositora en Cuba sólo puede estar guiada y controlada por intereses extranjeros, como si en toda la población de millones de ciudadanos no existiera la capacidad mínima de disentir y de pensar por sí mismos. Se desautoriza así la posibilidad de llegar a conclusiones y soluciones mejores que las que propone la elite gobernante que se arroga el derecho a tomar todas las decisiones y califica de delito cualquier intento de hacer otra cosa.
En la realidad, esa es la característica definitoria de un régimen absolutista o totalitario.
Otra característica definitoria es la ausencia de una estructura jurídica que reconozca o, al menos, respete los derechos humanos y las libertades fundamentales de los ciudadanos y su capacidad de defenderse públicamente de acusaciones alevosas fabricadas por el aparato del Estado opresor.
La gravísima distorsión que provoca el absolutismo en cualquier sociedad tiene sus raíces en el argumento malvado que confunde al Estado con el gobierno. En cualquier sociedad libre el Estado es imparcial en materia política porque se basa en el imperio del derecho, donde el valor de la persona humana tiene primacía. Dirigen el Estado los gobiernos de turno y lo hacen legítimamente cuando cuentan con un mandato popular expresado libremente mediante mecanismos democráticos pluralistas y pluripartidistas dónde el gobierno y la oposición están amparados por los mismos derechos y libertades. Si se tratara de una democracia participativa, esos mismos opositores que hoy el régimen condena habrían tenido la oportunidad previa de defender sus posiciones en las asambleas del poder popular.
Empero, donde el sistema absolutista es totalitario, como se evidencia en el acontecer cubano, la confusión es todavía más malvada porque no le basta con la simbiosis de Estado-gobierno sino que convierte al partido único en símbolo y guardián de los poderes y prerrogativas del Estado.
Por lo tanto, la oposición natural que existe contra todo gobierno queda en un estado tal de indefensión que sólo puede sobrevivir mediante el respaldo y la solidaridad de quienes desde el exterior ven colmados de indignación lo que sucede en el país afectado. Dentro del país los ciudadanos no tienen garantías ni facultades para hacer valer sus derechos. Necesitan desesperadamente el respaldo foráneo que se basa en el derecho internacional y de los pueblos, según se manifiesta en los instrumentos concertados y suscritos por la mayoría de las naciones.
En el caso de Cuba, la resistencia armada a la dictadura, que se produjo en los primeros tiempos y provocó la muerte de más de 15.000 opositores en movimientos de guerrillas y otros hechos violentos, fue totalmente aplastado por el enorme aparato militar y represivo que se creó para consolidar al régimen y perpetuarlo. A fines de la década de 1980 la oposición empezó a aglutinarse en una estrategia cabal de resistencia no violenta mediante la utilización de los magros recursos legales que el régimen permite a sus ciudadanos de conformidad con su propia Constitución Socialista y sus leyes complementarias.
Las dictaduras totalitarias son maestras de la violencia y saben actuar con absoluta eficacia frente a la violencia que provocan y fomentan entre quienes se resisten a su opresión. Sin embargo, no saben qué hacer frente a la actitud valiente, decorosa y pacífica que ha desarrollado la oposición en Cuba durante los últimos 15 años. Una oposición que sí comprende el concepto de la democracia participativa. Una oposición que ha intentado e intenta medios plebiscitarios como manifestación mínima de la voluntad popular.
En este enfrentamiento, que es el de las ideas y la razón, han perdido miserablemente la partida.
Con las detenciones arbitrarias y los juicios sumarísimos, que son injustos incluso dentro de los parámetros mismos de su propia Constitución, la estrategia del actual gobierno tiene el propósito malvado de provocar al pueblo que resiste para que tome medidas violentas y desesperadas ante el abuso y el ambiente de indefensión que provocan estos abusos y procesos. Buscan provocar la violencia con la violencia porque en medio de tanta crueldad ellos se sienten invencibles.
Es muy edificante observar que la actitud de la oposición cubana es de mucho más altura que la de dejarse arrastrar nuevamente al enfrentamiento feroz de la fuerza frente a la fuerza. La oposición cubana de hoy día sabe bien que las ideas y el decoro son las armas invencibles de un pueblo que aspira a ser libre. La oposición cubana aspira a que el pueblo exprese libremente su mandato en una o varias consultas populares destinadas a tomar decisiones de reforma, sobre todo en las bases constitucionales de un Estado de derecho futuro.
El enorme coraje de miles de opositores que no se han encerrado en sus casas, que no se retractan, que no piden perdón sino derechos y libertades, que dan la cara frente a la represión y que lo hacen esgrimiendo únicamente sus ideas y convicciones, tiene que movernos a todos los seres de buena voluntad en el mundo entero a darles el respaldo más decidido, desinteresado y tenaz.
Todos los demócratas del mundo están en la obligación ineludible de hacer algo y de hacerlo pronto.